El 3 de noviembre ha sido desde 1903 una fecha que reclama mucho más que la celebración de una efeméride. No hay panameño que no se pregunte, racional o sentimentalmente, si aquella firma entre John M. Hay y Phillipe Bunau Varilla fue un acierto o una condena. Como todo hecho de trascendencia histórica, el tiempo ha perfilado claramente las respuestas. El grupo de colombianos que se emancipó representaba en el Istmo una clase social heredera de los virreinatos españoles, igual que la clase bogotana que pretendía jefaturar la vida y los sentimientos de intramuros y extramuros de miles de istmeños descontentos con el maltrato social a que sometían, a unos y otros. La emancipación solo nos legó otros escenarios de luchas, que generaron inmerecidos sufrimientos que aún debemos aliviar. Pero para que ese alivio sea una realidad, es necesario primero entender en qué circunstancias nuestros próceres decidieron empeñar la franja interoceánica, potenciando el futuro lleno de incertidumbres que se esbozaba la noche del 2 de noviembre de 1903. En esa fecha, el terror invadía a los conjurados ante el desembarco en Colón de 500 tiradores colombianos, al mando del General Tobar, y la promesa ilusoria de la llegada de marines norteamericanos a confrontarlos. El genial desenlace de separar al estado mayor de los colombianos de su tropa es harto conocido. Pero ese no hubiera sido el único camino. Como casi siempre, la historia oficial trata con superficialidad el hecho cierto de que el general Domingo Díaz, en conspiración con el general Esteban Huertas, Carlos A. Mendoza y otros liberales del arrabal, habían armado un ejército de veteranos de La Guerra de los Mil Días que le hubiera dado “salsa” al batallón Tiradores, pero con un cruento resultado. Mejor fue como Dios dispuso. Y no se derramó una gota de sangre istmeña en la gesta. En la geopolítica de aquella época, Estados Unidos ya había diseñado cuidadosamente su proyecto nacional, y era una potencia en codiciosa expansión. Por otra parte, los habitantes de nuestro Istmo eran colombianos de tercera clase, olvidados e ignorados, aun cuando ya esta tierra apetecida por su posición geográfica, había parido intelectuales de talla universal, cuyo pensamiento humanista, social y político se irrespetaba por el egocentrismo y el centralismo gubernamental bogotano. Cuando el senado colombiano rechazó las pretensiones de Estados Unidos, de que el tratado Herran-Hay fuese aprobado sin examinar ninguna de sus cláusulas, los istmeños supieron que la suerte estaba echada, porque el imperio norteamericano no firmaría otro tratado que no fuera ese. De modo que el negociado que había diseñado el muy astuto e inescrupuloso de Bunau-Varilla para enriquecerse, fue disimulado frente a la posibilidad que se abría con un tratado que aseguraba la construcción del Canal en tierra istmeña. Quizás nunca sabremos el tamaño de las otras ambiciones personales que seguramente también instigaban a aquellos protagonistas. No seamos ilusos pensando que a los humanos solo nos mueven las virtudes, pero tampoco condenemos a quienes debieron tomar decisiones de semejante envergadura, en las que arriesgaron sus propias vidas, sobre todo si alguno de ellos adujo, en aquel momento, que el fragor que estaban sufriendo también era producto de decisiones similares, cuando voluntariamente nos unimos a Colombia en el romanticismo que concitaba el hermoso sueño bolivariano para la construcción de la más grande nación latinoamericana. Los istmeños a favor de la independencia no eran del todo unánimes; hubo quienes se opusieron férreamente al tratado a perpetuidad, y hasta advirtieron sobre la larga penuria que nos esperaba. Pero consideradas aquellas circunstancias, pienso que es hora de relevar a nuestros próceres de las culpas históricas, porque esos istmeños fueron el producto de saberse hombres que no miraron el mundo a través de sus pequeñeces, sino que se definieron y actuaron como hombres insertos en aquel momento crucial que reclamaba mucha intrepidez, y hasta algo de temeridad. Si alguno de ellos pudiese venir a nuestro presente, constatarían que cualquier error que fue relevante durante el lapso de la primera república, ha sido gloriosamente corregido en el largo y doloroso relevo generacional que culminó una primera etapa de nuestra soberanía con la recuperación del Canal, y con ello, un avance significativo en la autoestima nacional. Queda, eso sí, el camino más arduo: se trata de expulsar a los herederos del colonialismo español, porque aún hay entre nosotros panameños que hubieran querido una monarquía. Son muy pocos, pero los hay… Hay que desterrar al criollismo oligárquico, que más de 200 años después aún campea flagrante por las calles de nuestras ciudades y los caminos de nuestros pueblos, con sus originales ambiciones y propósitos de clase. Nos queda proscribir a los adoradores del neocolonialismo norteamericano y a los representantes del neoliberalismo que impiden en beneficio propio una justa distribución de la riqueza nacional. Y finalmente, deberemos cumplir la tarea más conspicua de la cultura democrática, que es confinar a un espacio social sin retorno, a quienes han llenado las urnas con sus ambiciones y corrupciones; con tal osadía y egoísmo político, que no han dado espacio a los sueños que reclaman con insistencia democrática la valía del sufragio popular. Esta última tarea es la que debieron haberse planteado los próceres; quizás ella habría sido definitoria de nuestro correcto y anhelado crecimiento social, si la franja en manos extranjeras no solo hubiera levantado sus muros a lado y lado, sino nosotros, con clara definición de nuestra suerte, hubiéramos aislado al extraño en su mundo seudo democrático, esperando el momento de su expulsión. Es esto lo que urge hacer, reflexivo cada noviembre, porque 113 años después persiste la vergüenza de un peor sometimiento: panameños esclavizando a panameños, con el embustero cuento de que el desarrollo económico define el desarrollo social, al extremo de que ya se habla de corpodemocracias; poderes del Estado amalgamados en bochornosos maridajes antidemocráticos; indecentes partidismos para encumbrar egolatrías, narcisismos y ambiciones de poder político; y, la mayor deshonra nacional, panameños que aún piensan que con los gringos nos hubiera ido mejor. ¡No…! No creo que ya ningún panameño crea esto. Ni los que nos enrostraban que “la soberanía no se come”. Los hechos les han sellado sus bocas serviles y mentirosas.Afortunadamente, la vergüenza del sometimiento histórico más humillante fue desencajada de nuestra tierra con tal visión, que ya hasta quienes decían que no se come soberanía, no vacilan en aceptar que Panamá es hoy la nación latinoamericana más valiente, próspera y soberana, sin los gringos metidos en todos nuestros asuntos. Que cada panameño cave su propia trinchera, porque el panorama político no se presenta alentador en ninguna parte del planeta. La mayor certeza de triunfo social es funcionando como un colectivo. Pero todo, absolutamente todo atenta contra ese propósito humanista; y si el ser materialista es proclive al individualismo, debemos responder con un ser individualista emergente, recio en sus propósitos de reivindicación, para que sea posible primero una sociedad solidaria, y luego un país próspero. Ello solo es posible con la cultura democrática sustentada en la cultura nacional. Y esta se alcanza leyendo incansablemente y poniendo en práctica lo aprendido de la cultura universal. Quiero aprovechar esta reflexión para agradecer al Dr. Carlos A. Mendoza -homónimo de su revolucionario y heroico abuelo- la donación de su tesoro más valioso: su biblioteca. El Tribunal Electoral se honra en recibirla, pero esta honra será recíproca cuando la difusión de semejante acervo sea una realidad diaria en nuestra biblioteca. A este noviembre le entrego mi adiós a la magistratura, por lo menos a la cotidianidad visible, porque quien acuna rebeldías muere con ellas. Tal vez yo seré uno de esos panameños que empiece a cavar su propia trinchera, ancha larga y generosa, para que quepan todos los que creen que es posible revertir las equivocaciones históricas. Repito que a los seres humanos no debe vérseles como malos o buenos, sino como un todo integrador de virtudes y defectos. Cuando ocurre así, solo hay que saber que a todos nos toca juzgarnos con un criterio humanista, el único capaz de cobijarnos en el manto benévolo de una despedida feliz. Es el objetivo y el premio de cada alborada, mientras la luz diaria de la Nación nos acompaña solemnemente a la convocatoria más urgente: unirnos contra los afanes del individualismo. Para que noviembre siga siendo el escenario de la felicidad de los desfiles de las generaciones de ayer, de hoy y de todas las que nos sucederán; para que este mes patrio aloje con esplendidez nacional la fe revolucionaria que nos conduzca -de verdad- a las auroras de los ardientes fulgores de gloria; para que se ilumine con luz propia la nueva Nación que siempre seguiremos construyendo; es preciso que descubramos el velo del pasado, rememoremos el calvario todos los días, y sepamos -como acicate diario y aliciente nacional- que una Nación nunca dejará de cargar su cruz. Muchas gracias. Erasmo Pinilla Castillero Magistrado Presidente